Comentario
El reinado de Felipe V no iba a resultar un mundo de placidez. Amén del estado poco halagüeño de la monarquía, las primeras acciones del soberano como gobernante se vieron fuertemente condicionadas por las aspiraciones austriacas al trono de España y por los deseos hegemónicos de su abuelo Luis XIV.
En efecto, pese al deficiente estado en que parecía encontrarse, España resultaba todavía un apetitoso bocado para las demás potencias europeas, sobre todo por sus posesiones americanas. Aunque hacía tiempo que las ambiciones de otras monarquías habían puesto a funcionar sus diplomacias, los dos grandes pretendientes aparecieron pronto en escena con total nitidez: la Francia borbónica de Luis XIV puso sus miradas en Felipe de Anjou y la Austria Imperial de Leopoldo I centró sus aspiraciones en el archiduque Carlos. A priori, este último parecía reunir las mejores condiciones: pertenecía a la familia Habsburgo que había gobernado España los dos últimos siglos, la reina madre era austriaca y la reina consorte alemana, y una buena parte de las clases privilegiadas y de los altos funcionarios veían con simpatía la continuidad de los Austrias. Las ambiciones francesas por el contrario parecían más difíciles de conseguir: el testamento de Felipe IV prohibía la unión de ambas coronas en una misma persona y la presión bélica que Luis XIV ejercía sobre España en los últimos años del siglo había granjeado muchos enemigos internos a las aspiraciones galas.
A pesar de estas condiciones de partida, fue Felipe quien acabó ciñendo la corona. A ello contribuyó sin duda la biología: pese a sus dos matrimonios y a los esfuerzos hechizadores del fraile Froilán Díaz, Carlos II no pudo proporcionar un heredero a la monarquía. Pero también influyó sobremanera el contexto internacional. Vista la poca salud del soberano, la cuestión sucesoria al trono de España se convirtió rápidamente en un problema de hegemonía política en Europa. Franceses y austriacos pasaron a disputarse enconadamente el espacio español porque ello era tanto como saldar en su favor el precario equilibrio europeo. Y como quiera que dominio político significaba al mismo tiempo crecimiento económico, potencias industriales y comerciales del calibre de Holanda o Inglaterra no tardaron en tomar cartas en el asunto.
Al principio se intentó la vía de la negociación. Esta pareció conseguirse mediante un cierto consenso entre las principales potencias sobre el reparto de las posesiones españolas en Europa y la elección de José Fernando, hijo del elector de Baviera, como heredero de la corona hispana. Pero el acuerdo no pudo materializarse porque quiso el destino que este último muriese en 1699, cuando sólo contaba con seis años de edad. Pese a este contratiempo, se continuó intentando la vía negociadora con un acuerdo en La Haya, ratificado un año después, por el cual se pactaba que el archiduque Carlos fuera el heredero a cambio de que Francia se quedara los dominios italianos y Guipúzcoa pasara a manos de Luis de Borbón.
Ahora bien, los españoles tenían algo que decir en la cuestión sucesoria de su propio país. Y si bien todos estaban de acuerdo en la necesidad de mantener la unidad del imperio a través de una corona fuerte, discrepaban acerca del candidato ideal que pudiera ofrecer mejores garantías. Oropesa y sus partidarios pensaban en la pujante Austria, siguiendo así la dinastía hasta entonces reinante, pero el Tratado de La Haya estaba lejos de garantizar la integridad de la monarquía española. Por el contrario, el influyente cardenal Portocarrero apostaba decididamente por el aspirante francés, pero era dudoso que Luis XIV tuviera la intención de respetar la condición de que la misma persona no ciñera ambas coronas. En una situación interna contraria al gobierno de Oropesa (motines madrileños de 1699) que perjudicaba a la causa austracista y después de numerosas intrigas palaciegas alimentadas por las embajadas francesa y austriaca, el siempre vacilante y cada vez más debilitado psíquicamente Carlos II, el 3 de octubre de 1700, firmaba su último testamento en favor de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV.
La nueva disposición testamentaria puso al monarca francés en un serio dilema: aceptar el pacto firmado en La Haya con las potencias marítimas o recoger el legado carolino. Tras no pocas vacilaciones, Luis XIV optó por la segunda opción y en febrero de 1701 Felipe V era calurosamente recibido en Madrid. En un primer momento Inglaterra y Holanda parecieron apoyar al nuevo monarca español. Sin embargo, la situación pronto cambió de signo a causa de las pretensiones amenazadoras y expansionistas de su abuelo. El monarca francés envió tropas para sustituir las guarniciones holandesas en las fortalezas de la Barrera, cedió el gobierno efectivo de los Países Bajos a su nieto, otorgó a los comerciantes galos importantes privilegios en las colonias americanas (entre ellos, el derecho de asiento para la importación de esclavos negros) y reconoció como rey de Inglaterra a Jacobo III. Y por si fuera poco, el 1 de febrero de 1701 el Parlamento de París ratificaba los derechos de Felipe de Anjou a la monarquía francesa, contrariando así el testamento de Carlos II en esta fundamental cuestión.
En este contexto no le iba a resultar difícil al monarca austriaco Leopoldo I encontrar en Inglaterra y Holanda unos fáciles aliados para constituir la Gran Alianza contra Francia, acuerdo al que se unieron más tarde Portugal (Tratado de Methuen) y el duque de Saboya. La guerra por la corona de España y por la hegemonía europea que tanto parecía haberse querido evitar, terminó por ser el instrumento elegido para dilucidar las posiciones en el firmamento europeo y mundial. Corría el año de 1702, Felipe V tenía a la sazón diecisiete años y hacía quince meses que gobernaba España con la cohorte de consejeros franceses que su abuelo le había proporcionado (Ursinos, Orry). Pronto iba a poder comprobar el nuevo monarca que al hostil contexto internacional que se había creado, culminado en 1703 con la proclamación en Viena del archiduque Carlos como rey de España, iba a sumarse la decidida resistencia de una parte de los propios españoles, partidarios del pretendiente austracista al que veían más respetuoso hacia las instituciones forales.